Un día que parecía noche María abrió los ojos, estaba
confundida porque no sabia bien que debería mirar, su cabeza la daba de tumbos,
de arriba abajo y de izquierda a derecha. No alcanzaba a mirar eso que decían,
en los alrededores se oían las voces de muchas personas que murmuraban palabras
inaudibles pero consistentes.
María se incorporó, había tanta gente a su alrededor que
difícilmente podría escuchar sus pensamientos. Algunos le daban la mano para
que se levantara, se acerco una mujer y le acomodo la ropa, el cabello,
pregunto ¿Dónde estoy? Y todos sonreían. Pregunto ¿Quiénes son? Y todos
sonreían, pregunto ¿Qué me paso? Y todos desaparecieron.
Se miro de abajo a arriba, las rodillas ¡no puede ser! Todas
raspadas, llenas de moretones, el vestido, los zapatos llenos de tierra, las
uñas quebradas, se tocaba la cara, ¿Dónde quedaron los aretes? Comenzó a
estornudar y de la nariz salían coágulos de sangre, quiso limpiar y miraba como
de a poco se levantaba su piel, comenzó a llorar cuando en el brazo miraba una
especie de “bolitas” que se movían de un punto a otro, rascaba y brotaban
gusanos, se pellizcaba con urgencia tratando de ver que no fuera una
pesadilla, brotaba agua de sus orificios, y no, definitivamente no comprendía que
pasaba.
Se disolvió, alcanzaron a decir, se evaporo María con sus
miedos, ¿A dónde será que iría? ¿A dónde llega el polvo? Tal vez la condena de
vivir enjaulado sea lo único que nos salva de nosotros mismos.